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“Cuando la Tierra se Cansa”

Por Luis González Lozano

Octubre 25, 2025 03:00 a.m.

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Cada 24 de octubre, el mundo conmemora el Día Internacional contra el Cambio Climático, pero pocos lo recuerdan y menos aún lo entienden. No hay desfiles ni discursos oficiales, ni programas escolares. Y sin embargo, este día debería ser el más importante de todos, porque lo que está en juego no es una ideología ni una bandera: es la continuidad misma de la vida.

Hace apenas unas décadas, en San Luis Potosí las estaciones eran predecibles: el invierno era frío, las lluvias llegaban puntuales y la primavera olía a azahar. Hoy, el clima se ha vuelto errático y violento. Las lluvias se transforman en tormentas, el calor en sequía, y el aire que respiramos se ha convertido en una amenaza silenciosa. Los científicos llevan años advirtiéndolo, pero los gobiernos siguen posponiendo decisiones que no admiten demora.

El cambio climático no es una abstracción ni un problema del futuro. Está aquí, y sus efectos ya se sienten en cada territorio, en cada cuerpo, en cada alimento que escasea. La temperatura global se ha elevado más rápido que en cualquier otro momento de la historia de la humanidad. Los glaciares retroceden, el nivel del mar aumenta, y el mapa de la biodiversidad se desdibuja con una velocidad que ni los modelos más pesimistas anticiparon.

El calentamiento global es la causa del cambio climático, y su origen está en nosotros. Los gases de efecto invernadero —dióxido de carbono, metano y óxidos de nitrógeno— se acumulan en la atmósfera como una manta que retiene el calor del sol. Lo irónico es que este fenómeno, que alguna vez permitió la vida, ahora amenaza con extinguirla.

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La humanidad, en su obsesión por el progreso, ha transformado los ciclos naturales en procesos industriales. Hemos talado selvas, envenenado ríos, y convertido océanos en vertederos de plástico. Nos hemos robado el aire, el agua y la tierra a las generaciones que vienen detrás. La Tierra está enferma, y nosotros somos el diagnóstico.

Entre los conceptos más duros que la ciencia ha acuñado está el de “apartheid climático”. Significa que los más ricos podrán pagar su refugio del desastre, mientras los pobres quedarán a merced de los incendios, las sequías y las inundaciones. Es una forma de segregación global: los culpables del calentamiento vivirán a salvo; las víctimas, en ruinas.

Estos litigios, conocidos como el “Amparo contra el Cambio Climático”, buscan no solo frenar políticas regresivas —como la quema de combustibles fósiles o el freno a las energías renovables—, sino también garantizar la justiciabilidad del sistema climático, es decir, que la protección ambiental deje de ser una promesa y se convierta en un mandato judicial exigible.

México es parte del Acuerdo de París, y como tal está obligado a reducir emisiones y transitar hacia energías limpias. Pero mientras la política energética se base en combustibles fósiles, esos compromisos seguirán siendo papel mojado. La justicia, aunque lenta, se ha convertido en el único camino para obligar al Estado a hacer lo que la ciencia y la ética dictan.

La emergencia climática ya tiene rostro humano. En México, las sequías agravan la escasez de agua y aumentan la inseguridad alimentaria; los fenómenos meteorológicos extremos provocan desplazamientos; y los patrones de lluvia alterados están afectando la agricultura y, con ello, el precio de los alimentos.

La pobreza energética, la pérdida de biodiversidad y el colapso de los ecosistemas son realidades interconectadas. Lo que desaparece no es solo una especie o un paisaje, sino una forma de vida. Las comunidades indígenas y rurales —quienes menos han contribuido al problema— son las que más sufren sus consecuencias.

Y en medio de todo esto, la salud pública también se resquebraja. Las olas de calor agravan enfermedades respiratorias y cardiovasculares; las lluvias torrenciales generan brotes epidémicos; y la contaminación atmosférica —como la que respiramos a diario en San Luis Potosí— mata más personas cada año que muchas guerras silenciosas.

La indiferencia social es el mayor aliado del colapso ambiental. No basta con indignarse; hay que actuar, organizarnos, exigir, educar. Las futuras generaciones no heredarán lo que decimos, sino lo que hacemos.

El filósofo indígena lo resumió mejor que nadie: “La Tierra no es un legado de nuestros padres, sino un préstamo de nuestros hijos”. Y estamos a punto de no poder devolverlo.

Delírium Trémens.- En San Luis Potosí, mientras el planeta arde, la SEGAM juega con los números del sistema de monitoreo del aire sin una política clara y por mientras las partículas suspendidas no mienten. La contaminación se ve, se huele y se respira. El Gobierno “ecologista” calla, y el Congreso del Estado sigue legislando trivialidades mientras la emergencia ambiental se agrava.

La verdadera revolución climática no vendrá de arriba. Nacerá, como toda justicia, desde abajo.

@luisglozano