LAS BRUJAS SIGUEN AQUÍ

Las brujas han acompañado al ser humano desde que se empezaron a contar historias. En la ficción las encontramos lanzando hechizos, volando en escobas o pactando con fuerzas oscuras. Aparecen en Shakespeare, en la Circe reescrita por Madeline Miller o en los grandes fenómenos culturales como Harry Potter. Su presencia constante demuestra la fascinación que despierta una figura tan ambigua: poderosa, temible, deseada, castigada.
Sin embargo, la versión fantástica de las brujas muchas veces oculta a las mujeres reales que ocuparon ese lugar en distintos momentos de la historia. El arquetipo tiene raíces profundas en la antigüedad, cuando se vinculaba a quienes conocían los ciclos de la tierra, sabían parir, sanar o acompañar a la muerte. La bruja fue heredera de la sabiduría comunitaria de las parteras, curanderas y chamanas. Su autoridad no se basaba en títulos universitarios ni en cargos religiosos, sino en una experiencia vital cercana al cuerpo y a la naturaleza.
La Edad Media trastocó esa percepción. A medida que la Iglesia y los Estados consolidaron su poder, crecieron los discursos para deslegitimar los saberes femeninos. Lo que antes era medicina popular se transformó en herejía y amenaza. La acumululación de prejuicios derivó en un fenómeno traumático: la caza de brujas que entre los siglos XV y XVII provocó miles de juicios y ejecuciones en Europa y América. Los motivos para acusar eran tan arbitrarios como reveladores: ser pobre, ser anciana, no tener marido, ejercer la sexualidad con libertad, tener el cabello rojizo, sensibilidad extrema o simplemente existir fuera de las estructuras convencionales.
La persecución de las brujas puede leerse como un mecanismo de disciplinamiento social. Allí donde se castigaba a una supuesta bruja, se enviaba un mensaje a todas las demás mujeres sobre las consecuencias de desobedecer. El cuerpo femenino, sus decisiones, su palabra y su deseo se convirtieron en un campo de batalla.
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La historiografía y la filosofía han permitido desmontar los mitos que envolvieron a este arquetipo. En “Los procesos contra las brujas, un libro con ilustraciones hermosas en su última edición, el filósofo Walter Benjamín analiza documentos jurídicos que evidencian cómo los tribunales funcionaron como una maquinaria de miedo institucionalizado. No se perseguía lo sobrenatural, sino la disidencia. Las acusaciones se sostenían en rumores y estereotipos misóginos que terminaban sentenciando vidas sin pruebas reales.
Otra obra fundamental es “La Bruja”, de Jules Michelet, del siglo XIX. El historiador francés propuso una lectura novedosa: la bruja como figura de resistencia, como voz de los marginados. En su narración, la bruja protege a los pobres, cura a los enfermos y acompaña a quienes el poder ha olvidado. Su existencia representa una grieta en el sistema de control eclesiástico y político.
Por su parte, el libro “Witchcraft” de la editorial Taschen ofrece una perspectiva visual que permite comprender la evolución de la representación de las brujas. A través de grabados, pinturas e ilustraciones se observa el tránsito de la bruja demonizada a la bruja como símbolo de rebeldía y libertad creativa en la cultura contemporánea. La iconografía no es un detalle anecdótico. La imagen ha servido para legitimar el odio, pero también para reivindicar una identidad. Un libro, de verdad, bonito.
En el siglo XXI la bruja ha vuelto a ocupar un lugar central en los discursos feministas, artísticos y sociales. Ser bruja puede significar recuperar la relación con la naturaleza, entender el cuerpo como territorio propio, crear redes de apoyo entre mujeres y abrazar la autonomía como derecho y no como excepción. La bruja ya no es una enemiga pública, sino una figura que nos recuerda que la libertad femenina continúa siendo incómoda para ciertos poderes.
Tal vez por eso las brujas no han desaparecido. Más bien, han mutado. Siguen aquí, recordándonos que toda mujer que piensa, que conoce, que se atreve a vivir a contracorriente, sabe que dignamente seremos llamadas bruja
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